Corporación Ensamble Vocal de Medellín

Malas palabras (o el arte de la traducción y la tipografía)

Por: Juan Esteban Constaín

La primera carga de fuego se extendió lentamente, pero con vigor, arrastrando consigo incluso a algunos insectos que aún corrían por entre el aire amargo del verano. (Las almas de los insectos, de hecho, fue otro de los temas que Dolet había querido descifrar en su impiedad, y lo hizo acopiando brillantes argumentos sacados de Aristóteles y de San Hilario: sí tenían espíritu esas aves diminutas, porque de lo contrario no se entendería su vuelo; cuando las alcanzaban las llamas de las expiaciones y de los castigos era porque Dios mismo así lo había dispuesto, acaso para depositar en la carne de unos seres inocentes la mancha de algún otro que se hubiera quedado en la tierra prolongando los servicios del mal. “Y como está probado, también los insectos, también los dípteros, gozan de ánima: entonces abren sus alas en las noches, nefandos ángeles, compartiendo placeres con la especie mortal, y haciéndole a ésta más dolorosa la vida. Refiere el santo Hilario que alguna de sus tardes, en trance, tuvo conversación con una mosca judía, la cual pudo aclararle un aspecto difícil de su traducción del Cantar de los cantares…”). La primera carga siguió de largo, pues, pero las siguientes buscaron el blanco y se abrieron paso por entre un tumulto de brasas al acecho; de veras parecía como si el fuego llevara en sus manos el fuste todo de la caballería del mundo. Sonaron dos estallidos, y uno de los comisarios del Tribunal, que todavía se pasaba el brazo por la barba y por su boca sonriente, señaló hacia la hoguera donde ardían los libros, abajo, y además su autor que colgaba de un palo de encina sin decir una sola palabra y sin cambiar un palmo la cara de plenitud con la que había llegado desde la madrugada para esperar el instante de su muerte. Sólo en un momento miró al cielo Etienne Dolet, y sonrió: ya estaban dispersas las nubes de París y los astros vertidos en flor, y hacia ellos subían el humo y los insectos. Cuando volvió a bajar la cabeza el condenado hubo un silencio de piedra –no sonaban más las risas en el Tribunal–, y entonces un hombre, uno cualquiera de entre la multitud que seguía clavada oyendo las crepitaciones, saltó a la pira con los brazos extendidos. Se incrementaron las llamas, por supuesto, y a nadie pareció incomodarle un hecho tan común por aquellos días. Nadie, en efecto, dijo nada; ni cuando se acabó el espectáculo y la gente volvió a su casa a pulir la leña, mientras los dos cuerpos quemados seguían ahí, vueltos un puñado de cenizas que a la mañana siguiente el viento supo levantar en su primer intento.

Tres días antes de la hoguera se había tomado la decisión. En el Tribunal se reunieron sus quince miembros de solemnidad, y uno de ellos refirió los hechos más escabrosos de la vida del acusado: Etienne Dolet fue de la ciudad de Orleáns aunque de nacimiento noble, y alguna vez él mismo sugirió, al compás de un atrevido licor, que en su pasado dormía un poco de la sangre de los reyes de Francia; anótese así uno de sus peores sarcasmos. Parece que tuvo una infancia poblada por la buena educación, especialmente por los latines y los silogismos y aun por el griego, aunque este último vendría a ser el cerrojo y el cepo de su impiedad tejida por las aguas más heterodoxas. De recordar fue la disputa suya con uno de los maestros del bachillerato de las artes, que lo llamó mentiroso delante de tres sabios más que urdían sus lágrimas copiando un pasaje de Agustín; “sí, lo soy” respondió el niño sin temblar, dejando en ridículo al venerable Gofurt, docente desde la invasión imperial hacía más de treinta años. El día después partió Dolet hacia París, y allí tuvo amistad con mentes muy esquivas que se aprovecharon de su pasión por el error para hundirlo todavía más en él, en sus fauces, en sus desfiladeros de espinas. Fueron aquéllas, según cuenta el expediente, las noches de los aquelarres y de las invocaciones, y como era el acusado un verdadero sabedor de lenguas ocultas, su voz servía de puente entre el mal de los dos reinos, y con ella se arropaban variados enemigos de la fe: los poetas y los dueños del laúd, las hechiceras, los monjes extraviados –almas que Dios sepa guardar con mano firme–, los alicorados, los sodomitas, los infieles, los moros y la judería y los turcos, y aun discípulos consagrados de la orden de Santo Tomás y funcionarios de la Cancillería. También en París fue Etienne Dolet un traductor brillante de cosas profanas, lo que le valió irse de viaje por Italia sin un florín en el bolso. Pero poco importaba aquella estrechez, valga la verdad, porque tanto en Venecia como en Roma hubo puertas generosas, y santas, que se abrieron para darles paso a los vicios del hereje malsano, quien combinaba sus interpretaciones del texto antiguo con empresas de amor que solía ejecutar por las noches y bajo los aleros de oscurísimos arrabales a los que el demonio mismo, prudentemente, buscaba no acudir después de las diez. Dolet, en cambio, lo hacía a pierna suelta, como si el olor a brea o la sangre recién esparcida por algún acero fueran su elemento primordial, más aún que las declinaciones y el gerundio. Una noche, valiéndose de la primera pica que pudo recoger del suelo –la camisa abierta y un pañolón cubriéndole el pelo–, hirió de un tajo a don Baltasar de Artigas, que era marinero español a más de comerciante, y lo despojó de la bolsa, los naipes, y también de la doncella que iba pendiendo de su brazo; Etienne Dolet se fue del sitio como si nada, es decir sin prisa y bien acompañado, mientras don Baltasar recibía una severa paliza que le otorgaron sus malquerientes de vieja data y quizás uno o dos espontáneos, todos los cuales brotaron porque sí, de las hiedras, y lo arrastraron por las calles de Venecia a media luz para luego expulsarlo al agua desde el Puente de Los Puños, lugar escogido en la República para tramitar aquellas diferencias de parecer que no eran pocas. Cuatro años estuvo el traductor caminando por Italia: los mismos en los que vertió al francés, de taberna en taberna, la obra completa de los filósofos griegos, menos la de Platón que su maestro Batista Ignacio, siempre riguroso, siempre reposado, siempre sabio, le sugirió postergar hasta que los espíritus se le aquietaran. Y así fue: Miser Dolet dio a la imprenta sus versiones, y tan pronto las tuvo en sus manos ya grabadas en un grueso folio, se las envió al santo padre con la promesa de publicar luego una lectura del Banquete y otra de los Diálogos apócrifos; también hizo llegar a París una copia de su libro dedicada al Rey –“Que nos una la lengua como ya lo hiciera la sangre, bienhechor Mecenas y Emperador… ¡Oh Francisco!”–, y una más al herético Erasmo, en Londres, con la siguiente leyenda: “No vale de nada quien traduce sin saber su propia lengua. Espero entienda”. La fama de los desvaríos de Etienne Dolet, el acusado, fue inmediata, y no hubo universidad que se privara de discutir hasta horas impías los textos en romance que él había sacado de su manga cual uno cualquiera de sus trucos de tahúr, que los tenía a granel como su propia erudición. Lo curioso es que su Majestad Francisco I puso oídos a la dedicatoria, y mandó llamar sin dilaciones a su autor que se la había remitido desde un burdel en Ravena. De aquel sitio encostrado por el deshonor salió Dolet una mañana de agosto (vivió allí más de tres años y con todas las meretrices tuvo intercambio, según consta en su confesión), para regresar triunfante a la Corte de Francia, en la cual regó todo su veneno no más poner pie en los salones del palacio que ya lucían los primeros brotes del otoño. Pero así es el mal, qué remedio, y Francisco le dio a su nuevo protegido el cargo de impresor oficial del reino, ordenándole además dedicarse sin descanso a las traducciones y a la censura. De esta última labró un verdadero arte Etienne Dolet, ensañándose en especial con los tratados teológicos de los reverendos padres de la Compañía de Jesús, todos los cuales, según su juicio implacable, eran unos sibaritas y unos ignorantes, y unos necios; también cayeron en desgracia, bajo la especie de la lengua que era más una cuchilla, los padres agustinos y algunos sabios seculares, entre los que abría la lista el maligno Erasmo, quien vio su nombre clausurado, para siempre, en las planchas de París.

Mención aparte merecerían las últimas empresas en la traducción que ejecutó Dolet, impulsado en ellas por la propia mano del monarca, quien sin embargo se agotaba pronto de la compañía de los genios y en cosa de unos días podía saltar de Virgilio a los lienzos sin el menor remordimiento. Así lo hizo en este caso –según refirió otro miembro del Tribunal a cuya voz se le encomendó continuar con los fragmentos finales del expediente del acusado; la primera parte de la lectura se había cumplido en la sesión de la mañana, y ninguno de los quince jueces dio muestras de consideración por la suerte del reo que en tres noches iba a ser lanzado a la hoguera o la libertad, o a ambas según la particular interpretación del más sarcástico de aquellos abogados del bienestar del pueblo–, el Rey muy cristiano, cuando de la imprenta suya empezaron a salir las versiones de los diálogos platónicos con la firma de Miser Etienne Dolet, Caballero de la Cruz de San Luis, Censor de la Corte, Políglota y Maestro de las Artes en el Colegio de París. Al principio fue un débil malestar en los círculos más eruditos, donde primero estalló el error que fue corriendo de boca en boca bajo las tapas de los elegantes tomos en cuarto con la pasta de cuero y la portada recién bruñida; después surgieron las observaciones de los consejeros reales, quienes llegaron alarmados hasta la mesa de Francisco para exponerle la cuestión: ahora resultaba que el diálogo de Hipárco, puesto en prosa por el sabio de Orleáns, sostenía firmemente que el alma no era inmortal. ¿Era posible? Que el alma misma, hija predilecta de Dios, se diluía con la carne que la había depositado durante el trecho de esta vida en el mundo, despojo, al fin y al cabo. El Rey quiso no turbarse más de la cuenta, e incluso pidió calma a sus hombres de confianza; “quizás tuviera razón nuestro escritor”, dicen que se le oyó decir en voz baja antes de persignarse mientras sus pasos se perdían más allá de la cámara privada. Nada habría ocurrido, de hecho, si algunas circunstancias no vienen a torcer el destino del gran traductor: su participación en la muerte de don Baltasar de Artigas, por ejemplo, cuyos pormenores fueron narrados con esmero por su viuda malhadada, víctima también de las argucias del asesino, quien no solo la sustrajo del amparo de su esposo sirviéndose de malas artes, sino que además la abandonó, meses después, para irse de largo a un lupanar en Ravena; era el señor Artigas un comerciante próspero, de Valladolid, y la Cancillería de aquel sitio envió a la Francia un largo pliego exponiendo su dolor y su afán por que se hiciera justicia. Y se hizo, ciertamente, porque después de saberse del crimen se levantó la santa indignación del Tribunal de Ilustres de la Sorbona, quienes reclamaron un proceso inmediato para juzgar al hereje hasta hacerlo exhibir el público arrepentimiento por sus iniciativas alocadas. Y no era la muerte de un hombre inocente lo que en verdad molestaba a la honorable asamblea, no, puesto que esa era una desventura que a veces el destino se podía permitir en nombre de Dios; en cambio endilgarle a Platón una idea tan contraria a su fe y a sus palabras sí resultaba fatal, y había que limpiar como fuera los caminos de la verdad manchados por el perverso agitador y su procesión de errores.

Dolet compareció ante sus jueces vestido de azul, y respondió sin afanes cada una de las preguntas que le hicieron los quince miembros del tribunal, aterrados por la apariencia del reo serena y límpida. Fue al final de la noche del juicio, tres días antes de su muerte. Contó su vida tramo a tramo, sin guardarse nada, ni siquiera los episodios abrasadores de la juventud. Al preguntársele por los presuntos poderes del más allá que lo acompañaban, dijo que sí los tenía y desde niño: “sé leer y sé escribir, que no es poco”. Después pronunció pedazos enteros de algunos de sus textos, causando incluso el éxtasis del Canciller de Valladolid que había llegado al sitio sólo para ser testigo de la condena de un asesino, de un heresiarca. “El error se oculta siempre entre los muros de la soberbia, y apenas se precisa la idiotez, o el triunfo, para exhumarlo”. Dijo Etienne Dolet que él era el responsable de sus traducciones, incluso de las griegas que ahora lo tenían pendiendo al filo de las llamas; no dijo, sin embargo, que había sido el bueno de Reginaldo, su tipógrafo, el culpable de toda la confusión: el pobre diablo apenas si sabía el francés, y fue él quien al montar el texto transgredió las letras, negándole así, y por la boca de Platón, inmortalidad al alma: “Dijo Hipárco, sobreponiéndose a las sutilezas del sofista: quizás sí exista el alma –unidad de todas las cosas como nos han enseñado–, pero no para siempre”.

La hoguera se prendió en golpes rígidos, como sacudiendo al aire y llevándoselo consigo. Abajo estaban los libros de Etienne Dolet desperdigados en círculo, puestos así a la manera del más efectivo combustible. Desde la mañana se había levantado la encina de la que colgaron al reo, pero solo hasta la tarde se abrió la primera carga de fuego que hizo brotar una polvareda de insectos. Dolet miró hacia el cielo, entonces, y lo hizo sonriendo a pesar del ardor que ya lo asediaba: no había ni una sola hendidura entre los astros. Cuando bajó la cabeza hubo un silencio de piedra –así entre los miembros del Tribunal–, y entonces vio a Reginaldo de Gourmount, su fiel ayudante, saltar a la pira con los brazos en cruz.

Al mes siguiente apareció, en París, la nueva versión del Hipárco de Platón hecha por Etienne Dolet. Los miembros del Tribunal la habían limpiado de cualquier sombra herética, cuidándose también de no engañar a la verdad: “Dijo Hipárco, sobreponiéndose a las sutilezas del sofista: quizás sí exista el alma –unidad de todas las cosas como nos han enseñado–, pero para siempre”.

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